“Conejos Etéreos”
Bajo un cielo rojo —como si la tierra se hubiese puesto a soñar en voz baja—, un ser híbrido aguarda.
No es conejo, no es ave: es el eco azul de algo que no tiene nombre, nacido del cruce entre la ternura y la sentencia.
Su cuerpo parece crecer entre flores azules y tallos verdes que no obedecen estación ni lógica.
Sus orejas erguidas no son gesto de alerta, sino de ceremonia: está ahí para verte, para reconocerte.
Y si su mirada no te atraviesa, es porque aún no estás listo.
Detrás, en la penumbra enrojecida del aire, giran tres órbitas encendidas:
un conejo de bosque, aún cercano a lo humano;
otro dormido, en su trance de ceniza y meditación;
y un tercero, pequeño, curvado en sí mismo como un susurro.
El Guardián etereo es un presagio, un animal ritual que custodia no la puerta, sino el instante justo antes de cruzarla.
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